sábado, 5 de septiembre de 2015

De la famosa canción del velero Parte I


Este viernes será inolvidable. Llueve y me siento como prócer de las láminas educativas PiedraSanta. Sin traje de pinguino ni panty a la rodilla pero con un anhelo enorme por firmar. Y es que es septiembre y sobre esta mesa llena de papeles y risas comprometidas se discute la independencia.

 

Dicen los psicólogos que una persona independiente es aquella que tiene un elevado nivel de autonomía personal en la toma de decisiones. Aquella en completa capacidad de control sobre sus opciones de vida. Y lo de completa no muy me cuadra-la polaridad nunca fue lo mio-pero digamos que estoy de acuerdo con este concepto. Autonomía. Decisión. Independencia. Me apunto. Me apunto a todas y cada una de ellas. Para eso fue que a esta reunión traje voluntad y lapicero.

 

Así de importante es esta junta. Debo permanecer atenta a los detalles. El documento y su redacción, la respuesta que he de darle a las preguntas, la prioridad de mis intereses, mi actitud. Pero no. En mi mente estoy cantando la de Perales. Y seguro es la evasión-como mecanismo de defensa, diría el colega-pero me pasa cada vez que me veo en medio de un momento importante: busco una canción que exprese lo que estoy sintiendo en ese preciso momento,algo así como un traductor que me ayude a hacerme entender. Y hoy no fue la excepción. Como persona medianamente independiente que asume sus limitantes emocionales, acepto que-en este caso particular-Perales pudo hacerlo mejor que yo. Y la canción se me repite una y otra vez mientras todos los demás en la mesa comparten una taza de café y revisan los documentos.

Yo también reviso. Yo también comparto. Pero no quiero estar aquí. Quiero estar en el velero.

 

Y lo confieso, me vestí de camisa y pantalón vaquero a propósito-hago estas estupideces mitad inmadurez, mitad simbolismo, para divertirme- y esta canción (nai na na)  que ahora no dejo de cantar. Así que-según-dicta la estrofa-tengo ya el equipaje listo.

 

Dejar puerto asusta,claro. Mal que bien,los maderos viejos ofrecen la efímera  sensación de seguridad que tanto nos gusta y nos asusta (pero esa es otra canción).

 

Y el mar.

Siempre he pensado que tal vez no es su inmensidad lo que da miedo. Es la incertidumbre de su marea.  Es saber que de nada sirven las brújulas y los faros.

Eso y unos ojos-azules como el mar-que me preguntan con voz ronca: "Y ahora, mamá, a donde es que vamos?".

 

Continuará.

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