domingo, 30 de noviembre de 2014

Doña Celia y el buen caminar

Este final de noviembre me encuentra sentada en el un centro comercial "disfrutando" de la música navideña prematura, un café y una buena charla. Mi amigo y yo nos burlamos de cómo otros pasan dejando babas, suspiros y anhelos en las vitrinas.
Me identifico con aquellos que hacen cálculos mentales y piadosas oraciones para ver si así el aguinaldo se estira.
Pero mis favoritos son los que sufren con los ojos el espantoso, vicioso y martirizador  círculo del deseo que empieza cuando un objeto cualquiera atrae nuestra atención. Ojos abiertos, pupilas dilatadas, deseo desbordante. Mirada fija. Dos presurosos pasos de acercamiento mientras estiramos la mano para alcanzarlo. Ojos entrecerrados de deseo mientras acariciamos el objeto,éxtasis. Ojos desorbitados y ceño fruncido al ver el precio, corazón roto, desapego. Mirada al suelo mientras, resignados, soltamos el objeto y hacemos la retirada. Manos vacías, ojos tristes.
Acción y reacción, newtoniano el asunto: del placer al desengaño a la resignación en menos de un minuto. Extremo.

Reflexiono sobre el hecho de que la cultura actual no nos acostumbra a los procesos. Y por eso vivimos para la gratificación inmediata.
El mañana ya no importa. Ya no disfrutamos los preámbulos. Ya no cantineamos. Ya no anhelamos.
Nuestro corazón no se alimenta ya de motivaciones y vive solo a base de acciones y reacciones, negándonos el involucramiento emocional con todo y con todos. Se nos olvidó  que felicidad y placer no son lo mismo.
Y somos tierra mas que  fértil para cultivar el tan temido analfabetismo emocional.

 "Mano, dejá de mirarlos.Mil doscientos pesos es demasiado por un par de zapatos" (en oferta)- me recuerda con voz autoritaria. Y mi amigo, siempre tan sabio y tan lleno de sentido, cierra su argumento afirmando: "tenerlos no te va a hacer mas feliz".  
 Suspiro, en total acuerdo. Y es que, al final, no son los zapatos:  es el tumba'o con el que caminamos (o, al menos, eso decía Celia Cruz).





sábado, 22 de noviembre de 2014

Dos escasos centímetros y una decisión por tomar

Los veo de lejos. Estoy sentada en una mesa cercana a la de ellos. Son una pareja de amigos. Amigos de esos que están a dos centímetros de dejar de serlo.
Es evidente: ella se arregló mas de lo usual. Se arregló para el.
Lo abraza cariñosa y recuesta la cabeza en su hombro, como buscando protección.
El recibe el abrazo sin inmutarse, pero se delata al momento de clavar los juguetones dedos en su largo y sedoso cabello.  Parece disfrutarlo. Inclina hacia ella su cuerpo de una manera casi imperceptible. La mira a los ojos. Sonríe.

La mesera, imprudente, los interrumpe con dos botellas de cerveza fría. "Algo mas, joven? Quiere ver las entradas, porque hay nachitos, papas...." "No, gracias. Solo"-respondió ella un poco tajante, pero sin dejar de verlo. "Y que los deje solos, porfa! Madre! Qué mujer mas imprudente"-pensé. Respeto, es lo que toca cuando se está en presencia del amor. Y es que es evidente: hoy es el día. Día para dejar de ser amigos y darse un beso.
Y el primer beso es un momento importante.
Importante pues no solo requiere del inocente coqueteo y de los nervios. Se necesita un monto considerable horas de reflexión obsesiva:  "¿Será que le gusto o no?" "¿Valdrá la pena tomar el riesgo?" "¿Será mi imaginación o de verdad se sonroja si me acerco?" "Son mariposas o es solo hambre?"

Las sonrisas pícaras. Las bromas subidas de tono. Los juguetones mensajes de texto. Las pestañas movedizas. El brillo en la mirada. Todos ellos indicadores engañosos. O señales certeras que nos lanzan una mas que obvia invitación. No siempre lo tenemos claro. Y es justamente esto lo que nos mata: no tenemos la certeza pero necesitamos tomar acción.¿Qué va a pasar si no? Qué va a pasar si sí? (siendo esta última la peor de todas las preguntas). La toma de acción es urgente. La imprecisa invitación bien vale la pena.

Los veo alejarse despacio mientras él pregunta: "Tiene frío?". Sin esperar respuesta pone la mano sobre sus hombros y  luego la abraza. Ella cierra los ojos por un momento.
La mesera imprudente y yo cruzamos miradas, ilusionadas. Ella, incluso, junta sus manos a la altura del pecho, en señal de oración. Ambas sonreímos. Es tan obvio que, aunque ajenas, podemos sentirlo: hoy es el día.
"Pilas patojos"-quise decirles, pero me contengo. No quiero ser imprudente (por lo menos no tanto como fue la  mesera). No quiero arruinar una noche que promete ser perfecta para este par de amigos, amigos de esos que están a dos escasos centímetros de dejar de serlo.

domingo, 16 de noviembre de 2014

De los abrazos y otros encuentros

El diccionario define la palabra abrazo como "aquella muestra o gesto de afecto que consiste en estrechar entre los brazos a una persona".
A mi edad, y después de haber entregado y recibido miles, creo que la definición se queda mas que corta si consideramos que este cariñoso apretón tiene el poder de calmar los nervios, aliviar tensiones y hacernos sentir protegidos de todo mal.
Y no es solo un apretón. Cada abrazo es diferente. Diferente en entrega, en intensidad y en intensión. Condolencia, consuelo, deseo, cariño. No, no todos los abrazos son iguales.

Y el destinatario. Todos tenemos unos brazos favoritos a los que recurrir cuando necesitamos sentirnos reconfortados. Una persona especial con quien fundimos alma, corazón y vida cada vez que coincidimos en uno.

Y lo que decimos mientras ocurre. Esas palabras que susurramos al momento de estar en amorosa confidencia de dos (o doscientos) minutos de cercanía y en tono de secreto: "Te amo inmensamente". "Te felicito,hijo". "Lamento mucho tu pérdida". "Regresa pronto, voy a extrañarte". Y así, según la ocasión amerite.

El sentimental, que no nos permite contener las lágrimas. El de "Señora desconocida en Misa", distante, comprometido y medio hipócrita. El apasionado, que nos roba el aliento. El largamente esperado, que nos sirve para compensar un largo tiempo sin vernos. El romántico, el mañoso, el fraternal. El abrazo.

Y los que tienen el poder de hablar todo aquello que no hemos dicho.

"Pero estamos mucho mejor ahora que antes, chula!" gritó , jubiloso, mientras se cerraba la puerta. "Y claro que lo estamos"-pensé. Hice cuentas: eran ya 19 años sin vernos. Y, en lo que le toma a una puerta de elevador el abrir y cerrar nos dimos un abrazo de esos que hablan. Yo entraba. El salía . Coincidimos, justo como sucedió cuando éramos patojos. Nos tuvimos cariño y parrandeamos mientras fue novio de mi amiga. Nos odiamos cuando cortaron (¿no es así que funciona la amistad?). Pero hoy, media vida después, nos reconocimos al instante, con amor y sin pleitos.
"Me divorcié. Y vos?" - "Yo no - "Hiciste bien"- " Vos también" (y es que, a esta edad, la pregunta es infaltable en toda conversación). "Los patojos?"-"Enormes"-preguntamos y respondimos al mismo tiempo. "Mano, no nos veíamos desde la última vez!"-dije (siempre irreflexiva). "No seas payasa"-respondió como siempre, solo que con voz de señor.
"Salimos adelante, nos logramos" le dije con un abrazo. Un abrazo que también decía "Perdoname las tonterías de niña inmadura. Yo no debí odiarte, vos te comportaste siempre a la altura. ¿Sabés? sigo pensando que, después de la ruptura, ella salió perdiendo. Y yo también. Eras un amigo muy querido. Y una excelente persona. Felicitaciones.  Has de ser re buen papá. Me alegro mucho por vos. Y buscame en Facebook. Que chilero verte, en serio". Todo eso decía mi abrazo.


domingo, 9 de noviembre de 2014

#Then&Now


"El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos..."-la nostálgica voz de la Sosa suena al fondo y, de seguro, se me impregnará como tarareo mental por varias horas. Es domingo y hace frío.

"Una foto, patojos" en tono de orden pero con una súplica implícita. Click. Momento eternizado. Han pasado diez años exactos desde la última vez que visitamos este lugar. Diez años desde esa tarde lluviosa en la que repetí la misma frase con el mismo tono suplicante (sabrán que mis hijos no disfrutan de tomarse fotos con su madre. Y mucho menos si esto implica un abrazo).  

 

"Seguís igualita" comentó una amiga al comparar ambas fotos. "Será, vos? Na'h. Son tus ojos que me ven con cariño".

 

Igualita. No lo creo. Y es que en ese tiempo aun soñaba con lo quería ser "cuando fuera grande". Hoy, ese momento ha llegado. Sueños cumplidos o no, soy grande ya y ni modo. Hice lo que pude.

 

Hace diez años exactos tenía yo 27 y dos hijos de 5 cada uno. Y estoy segura que desde entonces,  no solo los números han cambiado.   Por ejemplo, dejé de usar el verde limón porque hoy me preocupan cosas como mi amarillento tono de piel y las arrugas (que aunque evidentemente están allí, procuro disimular).

Antes no usaba maquillaje y hoy (por algo que considero una cortesía básica con el prójimo) no salgo sin antes darme una manita de gato.Soy grande, sí. Pero no quiero se me note tanto.

 

En diez años exactos comprendí también que la Psicología no es un hobby o una carrera. Es una irrenunciable forma de vida. Y, más que un título colgado en la pared, es el corazón salvador, incontenido e hipercrítico quien nos delata. Se nace Psicólogo y no hay vuelta atrás.

 

Una década completa. Hoy duermo mas en paz. Ya no me preocupan tanto los "debería". Mis decisiones dejaron de medirse con la vara de "lo correcto".

Hoy anhelo, mas que riquezas materiales, tener los medios económicos y emocionales para cumplir mis sueños, aunque sea uno por uno.

Y las prioridades. Completamente diferentes. Antes buscaba destacar, "salir adelante", triunfar. Hoy anhelo padres sanos e hijos contentos.

 

Antes cultivaba mi intelecto. Hoy cultivo mi tolerancia.

Antes hacía dieta. Hoy trato de amar (o, por lo menos, no odiar) mi cuerpo.

 

A los 27 disfrutaba de la música alta, las multitudes y el desorden. Hoy son los cafecitos bien conversados, los libros bien leídos y los trabajos bien hechos.

A los 27 buscaba ser admirada y respetada. Hoy solo quiero respetarme yo. Y ser honesta cuando así sea requerido.

 

"...esa tremenda armonía que pone viejos los corazones"-canta la Sosa-y yo me persigno. Dios me guarde de perder el pleito que me obliga a avanzar.

Respiro profundo y hago esta ferviente oración, pidiendo que nunca me detengan la comodidad y la la indiferencia. Pidiendo que la razón no le gane jamás al deseo.  Que mi corazón no aprenda a hacerse el sordo. Y seguir amando a muerte. Amén.

 

Y es que no quisiera que, a pesar de avanzada edad y las décadas exactas,  se me acaben las ganas de vivir. (Continuará)


 

domingo, 2 de noviembre de 2014

De vida o muerte

El fin de mes nos habla de cosas tenebrosas, y es que estas fechas nos invitan a  lidiar con el tema de la muerte.
Halloween, como  intento de sacarle la lengua burlona a la calaca ( o buena excusa para creernos gringos y darle gusto a la caries con altas dosis de azúcar).
O el día de los muertos en donde se hace homenaje a los ancestros que pasaron a mejor vida (o buena excusa para llenarnos la panza de fiambre y Sal Andrews). Lo importante es celebrar.

Personalmente, no me hace mucho sentido eso de disfrazarme de horrible o dejar flores en las tumbas del pasado (-"Ya olvidé"- canta José José).
Sin embargo, no puedo permanecer al margen de los manjares, disfraces, flores, barriletes y miedos. Miedos.
Los chapines vivimos enfrentando al miedo. El terror es nuestro pan de cada día. Para mí, será el miedo a los motoristas (y,mas que por los asaltos, porque he atropellado a dos). A las cirugías plásticas mal hechas. A la obesidad. A la incongruencia. Y, gracias al ochentero video de Thriller, a la gente que usa lentes de contacto de colores. ¿Brujas, calaveras y gatos negros? Para nada. Triki triki halloween: ni dulces ni dinero ni susto para mí.
Si lo planteamos desde el punto de vista psicológico, los humanos no deberíamos temer a la muerte considerando que es la única certeza en la vida.
Según plantea Irvin Yalom en su libro "Mirar al sol", todo hombre debe de llegar a la misma conclusión: morir es un mero hecho de vida. Porque vivo es que debo morir. Por tanto, la muerte es certera y tarde o temprano llegará. Y ya. Así de sencillo.
Consideremos estos días en los que (por única ocasión) abrimos la puerta de nuestra casa a la  muerte, la miramos a la cara, aceptamos el hecho de que es inevitable y, pues-¿que otra?- la celebramos.

Y creo que es justamente eso lo que tanto nos hace falta. Celebrar.
Sin deseo  alguno de promocionar la aculturación, decido hacerle caso a don Irvin y propongo (irresponsablemente) celebrar todas las fiestas, sin importar de donde vengan. Todas aquellas que aporten algo de alegría, algo de ilusión, algo de entusiasmo a este país tan lúgubre (en donde hasta el son que se baila es triste). Bienvenidas sean las chucherías, los niños sonriendo, las reuniones familiares y el olor a manzanilla y pólvora quemada. Bienvenida fiesta, venga de dónde venga.

Y es que la muerte nos enseña sobre la vida. Nos hace reflexionar sobre cómo cada momento es precioso y cómo debemos disfrutar el puro y sencillo placer de ser. Abrazar fuerte, querer con ganas, vivir.
Vivir. Vivir así como que hoy fuera el último día.